martes, 25 de noviembre de 2008
LA ZANGANIZACIÓN DEL REINO
En la era remota y ya olvidada de los grandes fuegos
brotaron de unas mieles mundos machos, guerreros y cantores.
Reinaba el rey Abejo sus milenios en las antiguas colmenas
rodeado de un ejército de soldados libadores,
arquitectos, alquimistas y un sinfín de obreros golositos.
Las hembras se ocupaban de las larvas y las celdas,
plegadas sus alas mudas y sus vientres
en apática espera de otras mieles más fecundas.
Pero tanto vuela el tiempo de las especies rápidas
que en la Melisfera mudaron las querencias, los remedios,
las costumbres. Y la inconmovible Naturaleza, al sentir
que Ellos se volvían prescindibles, los fue trocando por Ellas.
Así hasta el día en que el último rey macho
dictó para sí mismo su epitafio: “La vanidad ajena
nos es insoportable: ¡nuestra propia vanidad no la tolera!”.
Desde entonces reinó la reina Abeja en las colmenas nuevas,
el diapasón de las hembras resonando por millones.
Hoy apenas desafinan los hexágonos
unos cuantos zánganos zumbones
de vida breve, ligera y por completo dedicada
a la más incandescente pasión de la existencia.
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Hace ya más de 50 años, aleteaba por la bella península itálica un abejorro de gracioso nombre: Cesare.
Es así que ya en sus primeros revoloteos por el Cuneo, Cesare dio en pensar, contrariando una larga tradición en el mundo de los Himenópteros.
De reflexión en reflexión, acumuló algo de mohín en su ánimo a propósito de las abejorras; no entendía bien dos privilegios otorgados por el azar a las hembras, a saber: que fuesen sinovigénicas (bien mirado, hemos de coincidir con nuestro bombus terrestris), y, que los machos naciesen precisamente de los huevos no fertilizados. “Manda huevos” pensaba Cesare.
Durante un tiempo, trato de aliviar su perplejidad entregándose a su actividad favorita, la polinización vibratoria.
Pero ya se sabe cuan inexorablemente nos llevan las rutinas, incluso las más entretenidas, al desencanto; las abejorras solo pensaban en el néctar al elegir pareja aunque, eso sí, tomaban la precaución de enamorarse.
Aprendizas de la holganza
rascábanse la barriga
gozando viendo a la amiga
hacer lo mismo en su panza.
"Solo nos queda, Esperanza,
que algún zángano poeta
pierda por nos la chaveta,
cambie el soneto del vago
por espinela de halago
y remate la opereta".
Chim-pón!
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